Para cuando
mis ojos se abrieron nuevamente, el fuego lo había consumido todo…
Las letras,
los cuentos, los versos… yacían tendidos por el suelo, como las hojas de un nogal
en el otoño… A lo lejos el reflejo de las llamas que se
retiraban pintaba el cielo de rosa, proyectando las sombras que adornaban aquél
oscuro paisaje de mi mente.
Cuanta
destrucción. Cómo en un segundo de descuido la vida había tomado el control
nuevamente, decidida a reducir a nada tantos intentos, tantos momentos, tanto deseo de ser. Nada pudo detenerla,
nadie puede. Apareció en un sueño y se visto de ella, le puso voz a sus ojos y armas a sus labios,
desató la guerra y los horrores... cenizas, solo cenizas.
Mis manos
al suelo, desesperadas, buscando algo de
que aferrarse… aire, las palmas tiznadas, cenizas, solo cenizas.
Desesperanza,
lamento y después, después la culpa. Como si el horror del mundo no fuera
suficiente, como si hubiese algo más que consumir, algo más que desgarrar.
Silencio,
en silencio se gestan los milagros.
Mis ojos
comenzaron a llorar, y esa lluvia comenzó a lavar el gris del suelo. Poco apoco
las gotas le devolvieron la claridad al cielo raso, y el suelo húmedo, puro,
fértil se dejó ver con los primeros rayos de sol.
Corrí las
cortinas, me puse de rodillas, respire profundamente y di gracias por haber sobrevivido
al fuego de una noche más.
Me puse de
pié, me mire en el espejo y comprendí, que debía volver a empezar desde cero
una vez más, como todas las mañanas.